El conocimiento de sí mismo
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Si usted se pregunta a sí mismo quién es, obtendrá una rápida respuesta que le dictará su propia mente. Ésta probablemente lleve como título su nombre y apellido seguido de una lista de características, ocupación laboral, gustos y deseos que usted piensa que lo hacen ser quien es y cómo es. Y esto sería correcto, pero a la vez superficial.
Nuestra mente no está capacitada para responder en su integridad una pregunta tan vasta y profunda como es “¿Quién soy?” ya que ella solamente tiene datos acumulados de situaciones que nos han ocurrido a lo largo de la vida.
Ésta, nuestra vida, es una sucesión de hechos y circunstancias de la que no tenemos verdadera certeza respecto a su origen. No nos enseñan el motivo de nuestra existencia, la razón por la cual hemos sido creados y traídos al mundo. Por ende, vamos únicamente sobre la superficie de la realidad. Vivimos nuestra propia sucesión de hechos y circunstancias de principio a fin. Pero, ¿es esto estar vivo realmente?
Estudiar, trabajar, tener relaciones afectivas, comprar objetos, emprender viajes… todo eso está muy bien, pero ¿y qué más? ¿Hemos sido puestos sobre la superficie de un planeta en el seno de un universo infinitamente misterioso con el único propósito de llevar una próspera vida social?
Más allá de lo material
Nuestra existencia material es necesaria pero más allá de ella, como sentir una fragancia que el viento acarrea con delicadeza u observar el incesante movimiento del mar, se presiente algo que no tiene nombre, algo que no podemos describir con palabras, algo que nos embarga y nos reclama, nos llama, hablándole de nosotros a las noches profundas mientras, olvidados, dormimos en nuestros lechos.
Eso que está más allá, ese “algo más”, no es más que nuestra propia y verdadera identidad. Busca ser reconocida conscientemente por nosotros. Busca encontrarse con nuestra atención y nuestra voluntad para poder vivir, para poder expresarse y, finalmente, ser.
¿De qué está hecha nuestra real identidad? Está hecha de fragancias y sentidos ocultos, de bellos esplendores y encantados paisajes, de infinito firmamento y delicada música, de madera y hojas, de pan y vino, del encanto y la magia que todas las cosas existentes poseen dentro de su gran misterio.
¿De qué está hecha nuestra vida cotidiana? Seguramente de obligaciones, responsabilidades, problemas, stress, deseos frustrados, excesos, distracciones, placeres pasajeros y un sinfín de, como decíamos, hechos y circunstancias que protagonizamos hasta el día de nuestra muerte sin más trascendencia.
Un conocimiento diferente
Llegados a este punto, y para poder empezar a responder la pregunta de “¿Quién soy?”, se vuelve necesario un tipo de conocimiento que trasciende el de nuestra mente y aquel que podamos obtener de cualquier libro.
Es el conocimiento de nuestra propia realidad, de nuestra propia identidad, en lo profundo e íntimo de nuestro corazón.
El conocimiento de nosotros mismos lleva el prefijo de “auto” porque nadie puede conocernos por nosotros. Es una tarea, una aventura sin igual a la que cada uno se eleva y sumerge, trascendiendo sus propias barreras en dirección a lo real y auténtico que alberga dentro suyo.
La invitación que la vida nos ofrece es la de poder emprender ese viaje hacia aquello que está “más allá” y que nunca cesará de llamarnos.